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Un recorrido por tres estancias patagónicas para contemplar paisajes desde la óptica de la inmensidad esteparia. Los glaciares Viedma y Perito Moreno en la zona de El Calafate, y cabalgatas por la montaña observando el pico del Fitz Roy cerca de El Chaltén.
Este no es un viaje para agorafóbicos. O dicho de otra manera: es el sueño liberador de todo claustrofóbico. La idea es dormir en plena estepa rodeados de una de las planicies desiertas más extensas y deshabitadas de la tierra. Por eso “amplitud” es el adjetivo medular de esta travesía por tres estancias patagónicas, en el reino mítico de la soledad austral.
Aterrizamos en el aeropuerto de El Calafate y el encargado de la agencia de alquiler de autos nos espera con el contrato en la mano: firmamos y a los 30 minutos de haber aterrizado ya estamos en la ruta bajo un cielo de nubes bajas aisladas que parecen continentes a la deriva flotando en el infinito.
Nuestro primer destino es la estancia Nibepo Aike, a 56 kilómetros de El Calafate y en dirección al glaciar Perito Moreno. El magnetismo del hielo nos puede, así que nos desviamos para contemplarlo con la luz oblicua de atardecer.
Llegamos a las pasarelas minutos antes del ocaso, que en este rincón radiante y gélido del mundo significa alguna otra cosa. No falta mucho para el cierre y ya todos se han ido: no hay siquiera un guardaparque a la vista. Suena a mezquindad tener un glaciar para nosotros solos, pero esto no fue buscado.
El silencio absoluto es una rareza en nuestro mundo: en el paisaje urbano es imposible y en la selva mucho más. Su calma es más bien un privilegio de los desiertos y bosques no muy tupidos, siempre que no haya una mínima brisa. En la Patagonia esta serenidad escasea pero hoy es uno de esos días de gloria en que la naturaleza ha detenido la respiración.
El shock inicial de pararse frente a la mole blanca del Perito Moreno genera sensaciones encontradas; uno se inquieta porque tanta belleza parece escabullirse fuera del campo visual. Nos detenemos ante el barroquismo infinito de sus puntas cristalinas y el viboreo combado de su cuerpo de hielo perdiéndose por un valle entre montañas blancas.
El mutismo helado se interrumpe con un crack magnificado por el eco: una torre de hielo se desprende del glaciar, cae hacia adelante como un árbol en cámara lenta, se hunde estallando en las aguas y sale a flote con la violencia de un submarino. Luego se pierde navegando en forma de témpano con la suavidad de un cisne. Incluso los pájaros se sorprenden con el episodio sonoro y dicen lo suyo. Y otra vez regresa la paz asordinada.
Los momentos de pausa sublime duran poco. El Perito Moreno se nos revela como un paisaje sonoro donde parece ocurrir una guerra intermitente con explosiones aisladas de tiros de fusil antiguo, más algún cañonazo. Y cada cuatro años en promedio, ocurre el cataclismo: el glaciar rompe en una detonación de magnitudes inhumanas que libera toda tu potencia acumulada, mientras cae por su propio peso haciendo temblar la tierra.
Aunque hoy el espectáculo es más bien de tipo zen: hemos descendido a la parte baja de las pasarelas, casi al pie de la muralla blanca, para sentarnos en un banco de madera. La sensación de aislamiento sugiere que no hay nadie en kilómetros a la redonda, mientras los haces de luz del astro solar atraviesan la transparencia de las cúpulas puntiagudas del Perito Moreno.
Al contemplarlo con atención se descubre que el glaciar es pura grieta. Está lleno de rupturas en potencia, fragmentos buscando desprenderse uno del otro después de milenios unidos a la fuerza. A ras del agua hay pequeños túneles azules horadados por las olas y, aunque no se note, el paisaje está en permanente cambio.
La agudeza de una mirada contemplativa nos permite “escanear” palmo a palmo la pared del glaciar, queriendo registrar cada pliegue mientras asistimos atónitos a esta guerra celestial entre fuerzas invisibles.
Luego de tres minutos de sosiego, el glaciar comienza a despertarse otra vez: una explosión aquí, otra allá. Sobreviene un nuevo silencio y se reinicia el tiroteo. El paisaje cumple un ciclo circular a lo largo del día: reposo, tensión, estallido y reposo otra vez.
A CABALGAR Llegamos a la estancia Nibepo Aike casi en plena noche, en estado de gracia, aun inmersos en la calma zen del glaciar.
Al amanecer del día siguiente descorremos la cortina de la habitación para ver por primera vez la inmensidad que nos rodea, con sus montañas nevadas al fondo. Tras el vidrio observamos el momento en que liberan a las 250 ovejas que salen a pastar: duermen bajo techo para cuidarlas del puma.
Estamos en medio de un gran valle montañoso de origen glaciario, en un casco de estancia protegido por una hilera de rectos álamos. El edificio original de 1921 aún existe con su techo de chapa acanalada a dos aguas para escurrir la nieve y paredes de madera terciada de lenga.
Nos recibe Ramón Duarte, El Moncho, un joven correntino de Curuzú Cuatiá encargado de las cabalgatas, un hombre de campo que lleva cinco temporadas en la estancia y no le teme a la soledad. Nos cuenta que la estancia data de 1901, cuando llegaron a esta inhóspita zona los inmigrantes croatas Vladimiro Trutanich y Santiago Peso. En 1937 la mitad de los terrenos quedaron dentro del Parque Nacional y el resto es hoy área de reserva con derecho a explotación limitada en 12.000 hectáreas.
Después del desayuno visitamos el galpón para ver a un diestro peón tomar una oveja que sale de los bretes –corredorcitos de madera– y esquilarla con tijeras, mientras la va cambiando de posición para sacarle el vellón completo. Esta técnica manual requiere de dieciséis tomas sucesivas para obtener la lana en una sola pieza. En la actualidad es normal es rasurarlas con una máquina eléctrica. Cuando la estancia producía lana, el siguiente paso era la entrada en acción del playero, quien recogía el vellón y lo entregaba al clasificador. Luego se prensaba la lana en fardos de 200 kilos que pasaban por siete piletas. Durante el secado y el cardado se unían muchas fibras de lana en una sola muy gruesa que medía cinco metros de largo. Una vez enrollada la producción la mandaban en carretas a Río Gallegos en un viaje de 21 días y luego a Europa. Uno de esos grandes carretones está frente a las habitaciones.
Del galpón vamos al comedor para el momento más esperado: un almuerzo de asado de cordero patagónico con vino. Aquí los huéspedes nos juntamos con quienes vienen a pasar el día de campo. Y con ellos mismo hacemos una cabalgata corta hasta lo alto de un cerro cercano para observar el brazo sur del lago Argentino y un bosque andino patagónico típico (hay quien opta por hacerlo caminando).
A Nibepo Aike se viene, en gran medida, a cabalgar. Hay cabalgatas de varios días y circuitos hacia los cuatro puntos cardinales, durmiendo incluso en puestos de montaña con cama y agua caliente: uno podría pasarse una semana entera a lomo de caballo.
Optamos por hacer la cabalgata a la Mirador del Glaciar a través de un área de transición entre la estepa y la cordillera. Mi caballo Gringo está al principio más interesado en comer pasto que en caminar. Le doy el gusto y se vuelve más condescendiente. Pero a medida que subimos los cerros, demuestra una tendencia a pegarse lado a lado con los demás caballos de la travesía, haciéndome chocar las piernas con los otros jinetes. Moncho lo reta pero Gringo no obedece: “Si te fijás bien, verás que lo que busca es acariciarse con los demás caballos; al nacer él su madre murió y yo creo que está necesitado del cariño que no recibió de potrillo”.
El Moncho nos cuenta que en tiempos de la ganadería ovina, hasta 1937, al arrearse por la montaña las 7000 ovejas durante la veranada, un total de 2000 eran comidas por los pumas, que muchas veces cazan como por deporte enseñándoles a sus cachorros. Hoy el problema sigue en otras estancias y por eso existe el oficio de cazador de pumas. Esos hombres de vida solitaria trabajan en invierno rastreando huellas en la nieve asistidos por un perro.
Avanzamos entre árboles de ñire y arbustos de calafate. Al llegar al punto más alto de la cabalgata, una liebre sale como una flecha de entre las rocas. Y se abre un panorama insondable: vemos un cordón nevado de la precordillera de los Andes, el Brazo Sur del lago Argentino y el cercano lago Roca, los cuales se unen al elevarse las aguas cuando se cierra el puente de hielo entre el Perito Moreno y las rocas que, a la larga, generan la famosa explosión. A la distancia brilla todo el frente de ese glaciar, una vista en perspectiva única desde Nibepo Aike.
RUMBO AL CHALTÉN Tomamos la Ruta 40 para iniciar la segunda etapa de este viaje hacia la estancia Helsingfors, a mitad de camino entre El Calafate y El Chaltén. Al llegar aparece el lujoso casco protegido por una arboleda de sequoias californianas, hayas y cedros plantados por la familia de Alfred Ramström, un finlandés que se instaló aquí en 1917 casi a orillas del lago Viedma, quien le puso a la estancia el nombre (en la versión sueca) de la capital de su país, también conocida como Helsinki.
En Helsingfors nos dedicamos a caminar y cabalgar por los bosques andinos del Parque Nacional Los Glaciares, a saborear su gastronomía patagónica con toques gourmet e incluso relajarnos en la bañera con hidromasaje de la habitación.
Las 10.000 hectáreas de paisaje están dominadas por la omnipresencia del pico Fitz Roy. Comenzamos a explorar la zona con una cabalgata de 16 kilómetros a la Laguna Azul, que trepa el Cerro Huemul hasta un punto panorámico donde vemos al Fitz Roy en su máximo esplendor.
Al otro día cabalgamos hasta el Mirador del Cóndor, una travesía de 30 kilómetros que trepa un desnivel de 1000 metros en la montaña, recomendable solo para expertos jinetes. En el camino nos cruzamos con tropillas de guanacos y cóndores de vuelo bajo que parecen acecharnos. La cabalgata alcanza su momento cumbre cuando aparece el glaciar Milodón sobre el Cordón Huemul.
ESTANCIA CRISTINAPara la etapa final de la gira devolvemos el auto en la agencia ya que no lo necesitaremos: a la estancia Cristina se llega navegando desde Puerto Bandera, a 45 kilómetros de El Calafate.
Un catamarán nos lleva a contemplar el frente del glaciar Upsala y desembarcamos en esta antigua estancia en lo profundo del parque, hoy un lujoso alojamiento con veinte habitaciones manteniendo su estilo original en plena nada.
Pero el lujo impagable en la estancia es la cabalgata al Mirador del Upsala. Partimos a media mañana al galope por una planicie para trepar a lo alto de un cerro. Un toro salvaje con grandes cuernos aparece de repente y se nos queda mirando, desconfiado: da media vuelta y huye despavorido.
Luego de nueve kilómetros de subida traspasamos una lomada y aparece el radiante glaciar Upsala con una cercanía asombrosa, mientras una pareja de cóndores vuela en círculos concéntricos justo sobre nuestra cabeza.
Por la noche, al mirar el cielo patagónico estrellado por la ventana, la sensación de desconexión es radical. Y el efecto se potencia cuando salimos a caminar al día siguiente por el Cañadón de los Fósiles: aquí uno puede avanzar horas –incluso días– sin cruzar a nadie. Recorremos este descomunal valle de piedra pulida con la suavidad de una bola de billar por el paso del glaciar, mientras el guía nos señala unas improntas petrificadas de calamar gigante.
Por momentos uno se siente un explorador, aunque sin su cuota de aventura, vislumbrando un mundo virginal nunca pisado por el hombre. Lo curioso es que, en medio del paisaje inhóspito y virginal, reposamos con sumo confort, dormimos con calidez y saboreamos una gastronomía gourmet con ingredientes locales, que pocos soñarían posible entre tanta apacible soledadz